VERANO
La vida es, en el mejor de los casos, como un mes de verano. Tan corta como unas vacaciones, pero, en apariencia, interminable como la falsa sensación que se recibe en sus comienzos.
Cuando, en una sociedad religiosa, la existencia conllevaba una dimensión trascendente, los años de vida se engastaban en la duración eterna y, significativamente, constituían un pasillo obligado para ingresar en el más allá. Ahora, sin embargo, sin significado trascendente, el único sentido de vivir es la inmanencia. Lo inminente es lo eminente. Y nuestro afán, siendo cabales, debía depositarse a la fuerza en cada pequeño instante sin necesidad de evocar el siguiente o el anterior. Es decir, sin inquietud por crear un proceso y, en consecuencia, un vano camino hacia la cima ideal. Fijarse en cada momento como un absoluto no es profesar vitalismo alguno ni se trata de asumir una posición activa, sino tan sólo de defenderse. O de cumplir, en fin, con el simulacro de que vivir vale la pena; la pena de vivir.
Ciertamente, la experiencia de la vida resulta a veces tan venial y desprendida de consciencia como un mes de vacaciones: vivida haciendo planes de excursiones mientras se pierde de vista, de sabor y de tacto, lo único verdadero: el instante de vivir y de morir, en un instante.
Como consecuencia de esa negligencia, el tiempo se cuela entre las manos sin densidad, de manera que al presentarse la muerte no le podemos oponer nada. La muerte nos desprecia tanto más cuanto más la ignoramos y nos aparta así fácilmente para abrirse camino como un autómata. Ser muy humano es, por el contrario, investirse de la mayor mortalidad. Saberse tan fatal, vulnerable y perecedero como digno del mayor cuidado. Incluso de esta manera los días del verano transcurren imprevisiblemente veloces. Tan apresurados, que ese intervalo dorado de la vacación se desvanece entre un innumerable catálogo de décadas y eras. Indiferente a nuestra atención, ajeno a nuestro entrañamiento, cerrado a los deseos del corazón. El tiempo gigante impera sobre las biografías y, al cabo, el mundo sin destino se revela como una bruñida esfera que al seguir girando perfecciona su olvido y su abstracción.
Vicente Verdú
(El País, 26 de julio de 2003)
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