No hay nada que pueda impresionarme tan desfavorablemente como el que alguien trate de impresionarme favorablemente. Los simpáticos me caen siempre antipáticos, los antipáticos me resultan, ciertamente, incómodos en tanto dura la conversación, pero cuando ésta se acaba se han ganado mi aprecio y simpatía. Ese viajero que dice «Buenas noches», al entrar en el compartimiento del vagón; que apenas alza los ojos, sin interés alguno, a la comparecencia de viajeros nuevos, que no vuelve a despegar los labios hasta llegar a su estación, para decir «que tengan ustedes buen viaje», suscita en mí la convicción –probablemente tan arbitraria como injusta– de que en un choque o un descarrilamiento se portaría del modo más heroico y más socorredor, mientras que el dicharachero, que no ha parado en todo el viaje de hablar y de reír, de entablar relación con todo cristo, y no digamos si –¡horror!– hasta contando chistes por añadidura, me impone, en cambio, la más absoluta certidumbre de que no podría dar, en igual trance, sino el más bochornoso espectáculo de la histeria y cobardía. La simpatía es un arcaísmo de quienes creen, quieren creer o necesitan fingir que hay todavía un medio, un ámbito de vida pública, en el que los hombres pueden allegarse en algún grado, de manera directa y espontánea, los unos a los otros. La antipatía es resistencia y repugnancia a simular y escenificar –abyectamente– un mundo que no existe.
Rafael Sánchez Ferlosio
Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Ediciones Destino, 3ª ed., diciembre 1993 [la primera en octubre y la segunda en noviembre]. Recibió el Premio Nacional de Ensayo en 1994.
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