Fue aquélla una edad en que el hombre pareció atrapar el sentido de la vida, hacer suya la propia existencia, en comunión con la Naturaleza y con el Tiempo, y en paz con los dioses hasta donde ello era posible. Fue un momento fugaz en la historia humana y tal vez irrepetible. Y ese instante luminoso se produjo merced a una civilización que jamás, salvo en los días de Alejandro, se constituyó como único Estado, pero que alentó su conciencia de nación en su espíritu de unidad cultural. El milagro griego se produjo porque aquellos hombres nunca se sintieron hermanados por los lazos de la sangre, sino por la religión, los juegos deportivos, la poesía, el arte y el pensamiento. Vinculados por el corazón y la razón, su verdadera patria no fue otra que el alma y la razón. Y nos dejaron huérfanos al irse. Para ellos, en los momentos más elevados de su civilización, ser y parecer fueron la misma cosa.
Eran valientes al enfrentarse, venciendo el miedo, a un universo pavoroso, donde los dioses gobernaron con crueldad y bajo la norma caprichosa de sus pasiones desatadas. Y esos valientes alzaron desde la nada un nuevo mundo sujeto a la moral, a la estética, a la libertad y a la ley. Mejor lo expresa Balthazar, el alter ego del griego Kavafis, en la novela de Lawrence Durrell: “Todos buscábamos motivos racionales para creer en el absurdo”.
El hombre griego intentó integrar los saberes, llegar a ser un hombre total, organizar el caos fragmentado bajo la unidad de la luz del pensamiento. Bautizó a las estrellas y a las constelaciones con los mismos nombres con que ahora las conocemos, y a los sentimientos, a las pasiones y a la mayoría de las ramas del saber humano. Inventó también la literatura y la reflexión sobre el ser. Y se preguntó, antes que nadie, qué es lo que somos. Lo gracioso es que no lo sabemos muy bien todavía tantos siglos después.
Imaginativos, soñadores, audaces, curiosos y llenos de coraje, los griegos se enfrentaban a la vida con esperanza y vigor. Sabiéndose mortales, sin creer en una vida más allá de la vida, con el horizonte de no-ser delante de sus pies allí en la hondura del Hades, supieron también ser alegres. Por eso, mientras otros pueblos han conquistado grandes territorios del mundo a lo largo de la Historia, ellos conquistaron algo mejor: nuestras mentes y nuestros corazones. Nos enseñaron a reír, a reflexionar y a llorar.
La gran hazaña de los griegos fue cincelar el alma del hombre libre, por eso todos somos griegos. Y su principal tarea fue exigirse y exigirnos que todo se lograse en el curso de la vida: el amor, la dignidad, el honor, el saber, la alegría y la cordura. Así, también nos enseñaron a vivir la vida. Nada menos… “¡Déjame recordar el silencio de tus profundidades!”, pedía el poeta Hölderling, añorante de la Grecia eterna.
Fue aquí, en el Mediterráneo, en el mar de la pasión, donde sucedió el gran milagro. Y tal vez la razón última por la que aquellos hechos extraordinarios acontecieron la explica Platón, en su diálogo Timeo, en boca de un sacerdote egipcio: “Vosotros los griegos”, dice dirigiéndose al legislador Solón, “siempre sois niños. ¡Un griego nunca es viejo!”.
Javier Reverte
Corazón de Ulises, Penguin Random House. 3ª edición, 6ª reimpresión, primera ed. 2006.