Mi abuelo Marulino creía en los astros. Aquel anciano demacrado, de rostro amarillento, me concedía el mismo afecto sin ternura, sin signos exteriores y casi sin palabras, que tenía por los animales de su granja, sus tierras, su colección de piedras caídas del cielo. Descendía de una vasta línea de antepasados establecidos en España desde la época de los Escipiones. Era de jerarquía senatorial, y tercero del mismo nombre; hasta entonces nuestra familia había pertenecido al orden ecuestre. Bajo el reinado de Tito, mi abuelo había participado modestamente en las actividades públicas. Este provinciano ignoraba el griego, y hablaba el latín con ronco acento español que me trasmitió y que más tarde fué motivo de risa. Pero su espíritu no era completamente inculto; a su muerte se halló en su casa un saco lleno de instrumentos de matemáticas y de libros que no había tocado en veinte años. Tenía conocimientos semicientíficos, semicampesinos, la misma mezcla de prejuicios estrechos y añeja sabiduría que caracterizaron a Catón el viejo. Pero Catón fué toda su vida el hombre del Senado romano y de la guerra de Cartago, el exacto representante de la dura Roma republicana. La dureza casi impenetrable de Marulino remontaba más atrás, a épocas más antiguas. Era el hombre de la tribu, la encarnación de un mundo sagrado y casi aterrador, cuyos vestigios encontré más tarde entre nuestros necrománticos etruscos. Andaba siempre a cabeza descubierta, cosa que luego habrían de criticar en mí; sus pies encallecidos prescindían de las sandalias. En los días ordinarios, sus ropas se distinguían apenas de las de los viejos mendigos y los graves aparceros acurrucados al sol. Tenía fama de brujo y los aldeanos trataban de evitar su mirada. Pero gozaba de un singular poder sobre los animales. Le he visto acercar su cabeza cana a un nido de víboras, prudente y amistosamente; he visto sus dedos nudosos que ejecutaban una especie de danza frente a un lagarto. En las noches de verano me llevaba a lo alto de una árida colina para observar el cielo. Me quedaba dormido en un hueco, fatigado de contar los meteoros. Él seguía sentado, alta la cabeza, girando imperceptiblemente con los astros. Debía de haber conocido los sistemas de Filolao y de Hiparco, y el de Aristarco de Samos, que preferí más tarde, pero esas especulaciones ya no le interesaban. Para él los astros eran puntos inflamados, objetos como las piedras y los lentos insectos de los cuales también extraía presagios, partes constitutivas de un universo mágico que abarcaba las voluntades de los dioses, la influencia de los demonios, y la suerte reservada a los hombres. Había determinado el tema de mi natividad. Una noche vino a mí, me sacudió para despertarme y me anunció el imperio del mundo con el mismo laconismo gruñón que hubiera empleado para predecir una buena cosecha a las gentes de la granja. Luego, presa de desconfianza, fué a sacar una tea del pequeño fuego de sarmientos que mantenía para calentarnos en las horas de frío, la acercó a mi mano y leyó en mi espesa palma de niño de once años no se que confirmación de las líneas inscritas en el cielo. El mundo era para él un solo bloque: una mano confirmaba los astros. Su noticia me conmovió menos de lo que podía creerse: un niño lo espera siempre todo. Creo que después se olvidó de su profecía, sumido en esa indiferencia a los sucesos presentes y futuros que es propia de la ancianidad. Lo encontraron una mañana en el bosque de castaños de los confines del dominio, ya frío y picoteado por las aves de presa. Antes de morir había tratado de enseñarme su arte. No tuvo éxito; mi curiosidad natural saltaba de golpe a las conclusiones sin preocuparse por los detalles complicados y un tanto repugnantes de su ciencia. Pero quedó en mí el gusto por ciertas experiencias peligrosas.
Marguerite Yourcenar
Memorias de Adriano. Traducción de Julio Cortázar. Edhasa, 13ª reimpresión, 1985. 1ª ed. en lengua española, Buenos Aires, Sudamericana, 1955. Título original: Memoires d'Hadrien, Plon, 1951.
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