Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle. Podría añadir que en la escalera me encontré a una mujer que parecía española, peruana o criolla. Mostraba cierta pálida y marchita majestad. Sin embargo, he de prohibirme del modo más estricto detenerme aunque no sean más que dos segundos con esta brasileña o lo que fuere; porque no puedo desperdiciar ni espacio ni tiempo. Hasta donde puedo acordarme hoy, cuando escribo todo esto, me encontraba, al salir a la calle abierta, luminosa y alegre, en un estado de ánimo romántico-extravagante, que me satisfacía profundamente. El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud. Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hacía un momento incubando, sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás de mí el eco de una cierta seriedad. Esperaba con alegre emoción todo lo que pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo. Mis pasos eran medidos y tranquilos, y, por lo que sé, mostraba al caminar un semblante bastante digno. Me gusta ocultar mis sentimientos a los ojos de mis congéneres, sin que, no obstante, me esfuerce aprensivamente en hacerlo, lo que consideraría un gran defecto y una gran tontería. Todavía no había recorrido veinte o treinta pasos de una amplia plaza poblada de gente, cuando me salió ligero al encuentro el profesor Meili, una inteligencia de primer orden. Como la autoridad inconmovible, el profesor Meili caminaba con paso grave, solemne y soberano; en la mano llevaba un inflexible y científico bastón de paseo, que me inspiró espanto, reverencia y respeto. La nariz del profesor Meili era una severa, imperiosa, rigurosa nariz de águila o de azor, y la boca estaba jurídicamente cerrada y apretada. El paso del famoso erudito asemejaba una férrea ley; la Historia Universal y el reflejo de actos heroicos largamente pasados brillaban en los duros ojos del profesor Meili, ocultos tras boscosas cejas. Su sombrero parecía un soberano inderrocable. Los soberanos secretos son los más orgullosos y más duros. Sin embargo, tomado en su conjunto el profesor Meili se comportaba con gran suavidad, como si no necesitara en modo alguno hacer notar la suma de poder e influencia que personificaba, y a pesar de su implacabilidad y dureza su figura me resultó simpática, porque pude decirme que los que no sonríen de forma dulce y bella son sinceros y dignos de confianza. Como se sabe, hay golfos que se hacen los amables y buenos y tienen el espantoso talento de sonreír cortés y gentilmente durante los delitos que cometen.
Robert Walser
El paseo [Der Spaziergang, 1917]. Traducción del alemán de Carlos Fortea. Siruela, 8ª ed. sept de 2009 (1ª oct de 1996)
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