Tenía ocho años cuando mi abuelo me tomó de la mano y no la soltó hasta que encontramos a mis padres en Atenas. Quién sabe qué podría haber pasado si me hubiera quedado en el pueblo.
Era 1946. Principios de la primavera de 1946. Los almendros florecían uno al lado del otro y el campo estaba en su esplendor. Antes que todos los demás árboles, mientras el viento del norte aún siega como una hoz, «florece el enloquecido almendro», como dice la canción, y brotan delicadas florecitas blancas con un aroma dulce y sutil, que recuerda el sabor de la almendra.
Éramos expertos en cuestión de almendras. Las comíamos frescas, asadas, escaldadas, peladas, saladas, azucaradas. Lo único que no hacíamos con ellas era suvlaki. En junio de 1941 entraron los alemanes en el pueblo. Se apoderaron de todo lo que había comestible, y lo que no pudieron llevarse con ellos quedó para los que se dedicaban al mercado negro. Pasábamos hambre. Los terrenos se vendían por un saco de harina. Las muchachas se compraban por un litro de aceite. Las almas se extinguían de inanición como luciérnagas.
Nosotros, en el pueblo, teníamos almendras. Pasábamos hambre, pero nadie moría. Yo tenía tres años y mi abuela –profundamente religiosa– me había enseñado a terminar mi plegaria de la noche con un ruego especial a Diosito por el pan del día siguiente.
–¿Vino el pan? –le preguntaba por la mañana, apenas me despertaba.
–Este niño es como santo Tomás –decía mi abuela y yo no entendía.
Theodor Kallifatides
Lo pasado no es un sueño. Traducción del griego moderno de Selma Ancira. Galaxia Gutenberg, 2021 (Τα περασμένα δεν είναι όνειρο, 2012)
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