La más bella niña
de nuestro lugar,
hoy vïuda y sola,
y ayer por casar,
viendo que sus ojos
a la guerra van,
a su madre dice,
que escucha su mal:
«Dejadme llorar
orillas del mar.
»Pues me distes, madre,
en tan tierna edad
tan corto el placer,
tan largo el pesar,
y me cautivastes
de quien hoy se va
y lleva las llaves
de mi libertad,
dejadme llorar
orillas del mar.
»En llorar conviertan,
mis ojos, de hoy más,
el sabroso oficio
del dulce mirar,
pues que no se pueden
mejor ocupar,
yéndose a la guerra
quien era mi paz.
Dejadme llorar
orillas del mar.
»No me pongáis freno
ni queráis culpar,
que lo uno es justo,
lo otro, por demás;
si me queréis bien,
no me hagáis mal:
harto peor fuera
morir y callar.
Dejadme llorar
orillas del mar.
»Dulce madre mía,
¿quién no llorará,
aunque tenga el pecho
como un pedernal,
y no dará voces,
viendo marchitar
los más verdes años
de mi mocedad?
Dejadme llorar
orillas del mar.
»Váyanse las noches,
pues ido se han
los ojos que hacían
los míos velar;
váyanse, y no vean
tanta soledad,
después que en mi lecho
sobra la mitad.
Dejadme llorar
orillas del mar».
(1580)
Luis de Góngora
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