UN DÍA DE MAR
El sol salió a las 6.55 y su descarga luminosa fue la misma para todo el mundo, para los que a esa hora iban al trabajo, para los que abandonaban exhaustos las discotecas y para los que íbamos a pescar y a tomar el baño en alta mar. Yo llevaba un audífono acuático para oír música debajo del agua, un placer que me ha regalado la vida. Clareaba el día cuando ganamos la bocana y largamos los sedales con las plumas y las rapalas. Mientras navegábamos a la espera de que picara alguna llampuga, salió el sol con toda la gloria y de pronto recordé cómo aprendí a nadar. Tendría seis años y con otros niños desnudos jugábamos entre naranjos alrededor de una alberca de agua verde sobrevolada de libélulas, llena de limo y con ranas extasiadas con las patas abiertas. Uno de aquellos niños me empujó a traición, caí dentro de la alberca y empecé a bracear para no ahogarme. No he hecho otra cosa en esta vida. En aquel momento se estaba poniendo el sol y recuerdo que la luz del crepúsculo era tan dulce como lo era mi inocencia. Ahora estaba amaneciendo y no obstante yo era un viejo. Después de pescar unas caballas, algunos bonitos y un pez limón, de regreso a puerto viendo que el mar estaba sumamente tendido me eché al agua con el audífono acuático pegado a los parietales. La sinfonía de Mozart comenzó a surgir desde lo más hondo del abismo, las corrientes expandían la música muy lejos y servían a la vez de cajas de resonancia, de modo que todo el mar se convirtió en una apabullante orquesta. Generalmente en el cine los amaneceres se suelen rodar durante las puestas de sol, ya que las cámaras no distinguen la luz que nace por la mañana de la que muere por la tarde. Si uno toma la vida como una representación puede imaginar que esa luz del sol que recibe en la vejez es la misma que doró su infancia. Hay que aceptarla como un regalo.
Manuel Vicent
(El País, 31-7-22)
Y hoy mismo, apareció en una carpeta una columna de julio del año pasado, publicada curiosamente el sábado, en vez del acostumbrado domingo:
A CIERTA EDAD
Si por la mañana te despiertan los pájaros y al abrir los ojos desde tu habitación ves el mar; si en el momento de saltar de la cama toda la casa huele ya a café y a tostadas de pan candeal; si al desperezarte como un gato no te cruje ningún hueso y sientes el cuerpo bien macerado por un sueño agradable que ni siquiera recuerdas, considera que el día empieza muy bien. Si después del desayuno te das un baño en la playa desierta y luego en la terraza del bar en el pueblo a la sombra de los plátanos compartes una tertulia con amigos en que no se habla de política y ni de enfermedades, sino de las cosas simples de la vida, de experiencias, de proyectos, de recuerdos, este placer será acrecentado si al final te das una vuelta por el mercado de frutas y verduras, y en el puesto de confianza compras lo que te pidan los ojos, brevas, melocotones, cerezas. A la hora del almuerzo nunca te sientes a la mesa con alguien que te caiga mal. Recuerda que para una buena digestión serán más importantes que la comida los comensales que te acompañen. Las risas son muy digestivas. Por lo demás come poco y hazlo despacio. La canícula requiere una buena siesta con sonido de chicharras. Procura hacerla en una penumbra de maderas entornadas, con una brisa que infle los visillos y trasmita un aroma a alcanfor y membrillo. Mientras las horas siguen su camino hay un tiempo a media tarde para la música y la lectura, pero es imprescindible que la puesta de sol te sorprenda ante una copa en un bareto junto al mar donde suene el swing de Cole Porter. Sería ideal que encontraras algún amigo esteta con quien hablar, por ejemplo, de los prerrafaelistas para merecer que el sol al fundirse en el horizonte os regale el rayo verde. Tampoco importa. Ahora queda toda la noche para contemplar tumbado las vagas estrellas y esperar que ese milagro se produzca mañana.
(El País, 10-7-2021)
No hay comentarios:
Publicar un comentario