ANTONIO MACHADO
Antonio Machado se dejó desde niño la muerte, lo muerto, podre y quemasdá por todos los rincones de su alma y su cuerpo. Tuvo siempre tanto de muerto como de vivo, mitades fundidas en él por arte sencillo. Cuando me lo encontraba por la mañana temprano, me creía que acababa de levantarse de la fosa. Olía, desde muy lejos, a metamorfosis. La gusanera no le molestaba, le era buenamente familiar. Yo creo que sentía más asco de la carne tersa que de la huesuda carroña, y que las mariposas del aire libre le parecían casi de tan encantadora sensualidad como las moscas de la casa, la tumba y el tren,
inevitables golosas.
Poeta de la muerte, y pensado, sentido, preparado hora tras hora para lo muerto, no he conocido otro que como él haya equilibrado estos niveles iguales de altos o bajos, según y cómo; que haya salvado, viviendo muriendo, la distancia de las dos únicas existencias conocidas, paradójicamente opuestas; tan unidas aunque los otros hombres nos empeñemos en separarlas, oponerlas y pelearlas. Toda nuestra vida suele consistir en temer a la muerte y alejarla de nosotros, o mejor, alejarnos nosotros de ella. Antonio Machado la comprendía en sí, se cedía a ella en gran parte. Acaso él fue, más que un nacido, un resucitado. Lo prueba quizás, entre otras cosas, su madura filosofía juvenil. Y dueño del secreto de la resurrección, resucitaba cada día ante los que lo vimos esta vez, por natural milagro poético, para mirar su otra vida, esta vida nuestra que él se reservaba en parte también. A veces pasaba la noche en su casa ciudadana de alquiler, familia o posada. Dormir, al fin y al cabo, es morir, y de noche todos nos tendemos para morir lo que se deba. No quería ser reconocido, por sí o por no, y por eso andaba siempre amortajado, cuando venía de viaje, por los trasmuros, los pasadizos, los callejones, las galerías, las escaleras de vuelta, y, a veces, si se retardaba con el mar tormentoso, los espejos de la estación, los faros abandonados, tumbas en pie.
Visto desde nosotros, observado a nuestra luz medio falsa, era corpulento, un corpachón naturalmente terroso, algo de grueso tocón acabado de sacar; y vestía su tamaño con unos ropones negros, ocres y pardos, que se correspondían a su manera estravagante de muerto vivo, saqué nuevo quizás, comprado de prisa por los toledos, pantalón perdido y abrigo de dos fríos, deshecho todo, equivocado en apariencia; y se cubría con un chapeo de alas desflecadas y caídas, de una época cualquiera, que la muerte vida equilibra modas y épocas. En vez de pasadores de bisutería llevaba en los puños del camisón unas cuerdecitas como larvas, y a la cintura, por correa, una cuerda de esparto, como un ermitaño de su clase. ¿Botones? ¿Para qué? Costumbres todas lójicas de tronco afincado ya en cementerio.
Cuando murió en Soria de Arriba su amor único, que tan bien comprendió su función trascendental de paloma de linde, tuvo su idilio en su lado de la muerte. Desde entonces, dueño ya de todas las razones y circunstancias, puso su casa de novio, viudo para fuera, en la tumba, secreto palomar; y ya sólo venía a este mundo de nuestras provincias a algo muy urjente, el editor, la imprenta, la librería, una firma necesaria... La guerra, la terrible guerra española de tres siglos. «Entonces» abandonó toda su muerte y sus muertos más íntimos y se quedó una temporada eterna en la vida jeneral, por morir otra vez, como los mejores otros, por morir mejor que los otros, que nosotros los más apegados al lado de la existencia que tenemos acotado como vida. Y no hubiera sido posible una última muerte mejor para su estraña vida terrena española, tan mejor, que ya Antonio Machado, vivo para siempre en presencia invisible, no resucitará más en jenio y figura. Murió del todo en figura, humilde, miserable, colectivamente, res mayor de un rebaño humano perseguido, echado de España, donde tenía todo él, como Antonio Machado, sus palomares, sus majadas de amor, por la puerta falsa. Pasó así los montes altos de la frontera helada, porque sus mejores amigos, los más pobres y más dignos, los pasaron así. Y si sigue bajo tierra con los enterrados allende su amor, es por gusto de estar con ellos, porque yo estoy seguro de que él, conocedor de los vericuetos estrechos de la muerte, ha podido pesar a España por el cielo de debajo de tierra.
Toda esta noche de luna alta, luna que viene de España y trae a España con sus montes y su Antonio Machado reflejados en su espejo melancólico, luna de triste diamante azul y verde en la palmera de rozona felpa morada de mi puertecilla de desterrado verdadero, he tenido en mi fondo de despierto dormido el romance «Iris de la noche», uno de los más hondos de Antonio Machado y uno de los más bellos que he leído en mi vida:
Y Tú, Señor, por quien todos
vemos y que ves las almas,
dinos si todos un día
hemos de verte la cara.
En la eternidad de esta mala guerra de España, que tuvo comunicada a España de modo grande y terrible con la otra eternidad, Antonio Machado, con Miguel de Unamuno, y Federico García Lorca, tan vivos de la muerte los tres, cada uno a su manera, se han ido, de diversa manera lamentable y hermosa también, a mirarle a Dios la cara. Grande de ver sería cómo da la cara de Dios, sol o luna principales, en las caras de los tres caídos, más afortunados quizás que los otros, y cómo ellos le están viendo la cara a Dios.
Juan Ramón Jiménez
Españoles de tres mundos, Aguilar, 1969 [1ª ed. en Buenos Aires, 1942]
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