Tendría yo ocho años y estaba con mi hermana en una habitación de nuestra casa de Salamanca que llamábamos «el cuarto de atrás». Era el cuarto de jugar y el de dar clase y tenía un sofá viejo tapizado de pana verde. Aquella tarde, doña Ángeles, una maestra delgada y amable, que vestía de luto y a la que yo admiraba mucho porque tenía las cejas muy finas y la letra muy clara, abrió con solemnidad un libro de tapas grises que ya nos había encomiado en otras ocasiones, nos volvió a advertir que encerraba los mayores tesoros de la lengua castellana, y se dispuso a leernos uno de sus episodios que, según ella, ya estábamos capacitadas para degustar. «Atender bien –nos dijo–, porque mañana me tenéis que hacer una redacción sobre este capítulo.» Yo me puse a mirar a la ventana. Por encima de una tapia que respaldaba el cobertizo con lavaderos donde bajaban a hacer la colada las criadas de la vecindad, asomaban las copas de unos árboles pertenecientes al jardín de la casa de al lado. Era un atardecer de invierno y una luz muy bonita teñía de rosa los contornos cambiantes de las nubes que viajaban sobre aquellos árboles. Así, con los ojos fijos en la transformación de las nubes y presa de una excitada desazón, escuché por primera vez la lectura de aquel texto que estaba condenada a entender y apreciar debidamente.
Dos extraños personajes andariegos y charlatanes, de los cuales previamente se nos había informado que uno estaba loco y otro no, llegaban platicando y cabalgando en compañía de otros dos a quienes habían encontrado por el camino, duque y duquesa, al castillo de esta pareja ilustre, y allí se les deparaba una solemne acogida. Doña Ángeles leía de una manera reverente, pero a ratos hacía pausas en las que yo, dejando de mirar las nubes para mirarla a ella, me daba cuenta de que estaba sonriendo con deleite y con una especie de complicidad, como si nos forzara a compartir su placer y su sonrisa. Yo me sentía incómoda, expulsada de aquel placer incomprensible, al que más que invitarme se me obligaba.
Carmen Martín Gaite
El cuento de nunca acabar (1988)
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